Perdidos en el desierto. Capítulo 3
¡Léetelo des del principio para enterarte de toda la historia!
Capítulo 3: En busca de un imprudente
Index de capítulos:
.Capítulo 3: En Busca de un imprudente
.Capítulo 4: Perseguidos
.Capítulo 5: Desolación en la Desolación
.Capítulo 6: A Contrarreloj
.Capítulo 7: El peor desierto
.Capítulo 8: Última Parada + Epílogo
.Capítulo 4: Perseguidos
.Capítulo 5: Desolación en la Desolación
.Capítulo 6: A Contrarreloj
.Capítulo 7: El peor desierto
.Capítulo 8: Última Parada + Epílogo
El
sol se alzó desde la cima de la montaña más alta, alumbrando el precioso
paisaje del desierto. Actheon se quitó el yelmo para contemplar el amanecer y
lo sujetó a la altura de su cintura. Pese a todo lo que había pasado, el
amanecer eloniano era una maravilla visual que no cambiaba nunca por muy mal
que fueran las cosas en el desierto.
Lo
último que recordaba fue que estaba enfrentándose a Sheik junto con sus
compañeros de expedición, pero el hipnotizador invocó un portal a sus pies y
apareció inconsciente en un rancho de mantarrayas. Unas personas le encontraron
tirado en el suelo y lo rescataron. Cuando despertó, le ofrecieron comida y
agua para que se recuperase. Harib, el que lo encontró, era uno de los
adiestradores del rancho. No paró de repetir lo afortunado que era de haber
sido él quien le había encontrado cuando abrió los ojos.
De
todos los ranchos que había visto, el de las mantarrayas era el más
extravagante. Estaba compuesto por un charco de agua rodeado por pequeñas
pirámides, que a su vez estaban cubiertas bajo una colosal cúpula de ladrillos
azules cuyos extremos los decoraban bustos de majestuosas águilas de oro. Su
intuición le decía que todo eso formó parte de una antigua ciudad, pero tras el
paso de los años se perdió y fue reconvertida en un rancho para mantarrayas.
Para
agradecer la hospitalidad que le ofrecieron, Actheon ofreció ayudarles en el
rancho. Pese a los intentos de Harib por rechazar su ayuda, no pudo evitar que
el druida les ayudara alimentando a los animales y curar a los aldeanos que
venían en busca de alimentos y medicina.
Las
mantarrayas eran grandes animales acuáticos de gran tamaño, sus aletas se
desplegaban y sus orificios emanaban el aire que las mantenía flotando sin
tocar el suelo. Su piel azulada era rugosa al tacto y su morro estaba
constituido por dos bigotes y una boca con dos orificios.
Cuando
terminó de alimentar a la última mantarraya, se sentó bajo la sombra de una
palmera y abrió un mapa que Harib le había prestado, las dóciles crías de
mantarraya se acercaron a curiosear el arrugado papel que sujetaba.
Tras
ser localizado en el mapa, se fijó en que estaba muy cerca de las fauces del
tormento, lugar donde el dios caído Abaddon fue destruido. Se le pasó por la
cabeza la idea de visitar el sitio para estudiarlo. Al no haber forjados que lo
vigilasen, tan sólo tenía que preocuparse por los despertados que seguramente
ya habían reclamado el territorio como suyo.
— ¿Vas a buscar a tus amigos? —dijo Harib.
Vestía unos pantalones holgados de color azul y una camisa gastada cubierta de
polvo. Su rostro alegre mostraba unas mejillas llenas de tierra y unos dientes
perfectamente blancos que hacían contraste con el resto del cuerpo. Actheon le
contó lo más básico de su viaje, pero no mencionó el artefacto que recuperaron
ni la traición de Sheik para evitar ocasionarle problemas. Lo achacó todo a un incidente
con magia. Cuanto menos supiera, mejor sería para los dos.
— No sabría por dónde empezar. —respondió Actheon mientras examinaba el mapa y
pasaba el dedo sobre algunos puntos de interés.
Al
mismo tiempo, una de las pequeñas mantarrayas se acercó con un lento zumbido y
se apoyó sobre el hombre de Actheon, la vibración que emanaba de su lisa y suave
barriga penetró en la corteza de su hombro. El druida dobló el codo y le rascó
la cabeza a la criaturita.
— Le gustas, tienes un don para los animales. —Señaló y apuntó a sus singulares
guantes—, y veo que es recíproco. ¿Eres un bestialma?
Por
alguna razón, Actheon esperaba que le preguntase si era por ser sylvari, pero Harib
no parecía tener el más mínimo interés en ello, algo poco común en estas
tierras.
— Druida.
— Ah, los druidas son una necesidad para este mundo. Mientras el resto mata y
destruye, ellos curan a los caídos y los salvan de las garras de la muerte.
— Sí, se podría decir que soy de esos. —Actheon soltó un tímido carcajeo.
Los
dos compartieron una comida mientras se contaban anécdotas de historias pasadas.
Actheon le contó sus estudios sobre los dioses caídos, a lo que Harib añadió
más detalles a su estudio explicando el tiempo que Balthazar estuvo en el
desierto.
Una
mujer vino corriendo hacia ellos con un rostro desesperado. Su conversación de
cortó al instante cuando se plantó delante de ellos y sus labios empezaron a
temblar.
— Harib, Harib!
— ¿Qué ocurre, querida?
— ¡Amed no está, ha desaparecido!
— No me digas que…
La
mujer respondió asintiendo la cabeza. Su rostro se llenó de lágrimas que
intentó deshacerse con las manos.
— ¿Qué pasa? —quiso saber Actheon.
— Mi hijo, Amed, está empeñado en rescatar a una amiga suya que fue raptada hace
días por los despertados. La última vez casi lo matan, tengo que ir a por él.
— Déjame ir a mí, Harib. —Actheon sintió la necesidad de intervenir. Aunque Harib
parecía capaz de cuidarse solo, no podía ignorar la posibilidad que fracasara
en su misión y no volviera ninguno de los dos.
— No, es mi hijo, es mi responsabilidad.
— ¡Insisto! Es lo menos que puedo hacer por vuestra hospitalidad. Además, soy druida,
¿recuerdas?
Harib
bajó la mirada. Era evidente que se lo estaba pensando, pero le daba vergüenza
admitir que Actheon era el más indicado.
— Deja que vaya, Harib. —le rogó la mujer.
Cogió
aire y suspiró fuerte.
— Está bien. Por favor, tráelo sano y salvo a casa. Te lo suplico.
Actheon
sacó pecho sin darse cuenta.
— Te prometo que lo traeré de vuelta.
— Gracias. —Le agradeció Harib—. Toma mi montura, puede seguir el rastro de mi
hijo.
Actheon
se montó en la mantarraya y acomodó su báculo en la espalda. La sensación de
estar montado en una mantarraya era, cuanto menos, extraña. Acostumbrado a las
sacudidas de los raptores, se le hacía raro ver cómo se deslizaba por el aire
suavemente. El rancho se separaba del resto del desierto con puentes
inexistentes cuyo fondo estaba formado por arenas movedizas, haciendo que el
lugar fuese inaccesible a pie.
Su
montura se elevó en el aire cuando cruzó ese espacio y Actheon se sujetó con
fuerza a las riendas para no caer a las arenas movedizas. La sacudida final cuando
aterrizó le zarandeó de un lado para otro.
Se
había adentrado en la Cala Somera. Picos altísimos de roca y tierra se elevaban
rodeados de palmeras y agua poco profunda. Según había leído, todo aquello no
era más que un desierto desolado hace años, pero Joko, en su ambición por
invadir Elona, desvió el río Elon e inundó la zona, ahogando a todo el que se
encontraba ese día.
La
fauna abundaba en ese ambiente. Criaturas herbívoras bebían su agua cristalina
y se alimentaban de la hierba que crecía en las orillas de los islotes. Peces
con fauces tan grandes que humillarían a cualquier león nadaban bajo la sombra
de su mantarraya, esperando la mínima oportunidad para probar un bocado de la
criatura en cuanto se acercase lo suficiente a la superficie.
Cualquiera
hubiera dicho que se encontraba en el paraíso cuando empezó a llover por primera
vez desde que llegó a Elona. Actheon miró a los lados en busca del hijo de Harib
mientras su mantarraya le rastreaba con su olor como un sabueso. Se deslizaba
más rápido bajo el agua que bajo una superficie sólida. No sabía si era por la
fricción de éstas con el aire que expulsaba de sus cavidades, pero la
diferencia era más que notable.
Sin
esperárselo, la mantarraya dio un giro de noventa grados hacia la izquierda,
recorriendo en paralelo la gran muralla que separaba los dominios de Joko con
el resto del desierto. Pasó por un camino con dos precipicios que hicieron eco
el zumbido de la montura.
Su
viaje era más tranquilo de lo que esperaba. La mantarraya se deslizaba
suavemente a gran velocidad sin aminorar la marcha. Más que inspeccionar la
zona en busca de Amed, se quedó contemplando el bonito paisaje de la ribera de
Elon bajo la suave llovizna. Pero su regocijo se vio interrumpido bruscamente
por una sombra negra que se abalanzó sobre él.
Actheon
se asustó y perdió el equilibrio. Intentó alcanzar sus riendas después de
cubrirse con sus manos, pero se inclinó tan hacia atrás que perdió la sujeción
y cayó de la montura. Por suerte, el agua era poco profunda y el suave fondo
del arroyo le amortiguó la caída.
De
repente sintió náuseas, como si aquella sombra estuviese hecha de veneno
tóxico. El hedor era tan espantoso e insoportable que no lo soportó. Se quitó
el yelmo como pudo y vomitó el desayuno que tomó con Harib.
— Mira cómo los débiles huyen ante la
presencia de los fuertes.
Decenas
de voces hablaron al unísono en su mente, invadiendo su cabeza. Aunque había
echado a perder su desayuno, todavía sentía náuseas. Apoyó la espalda en uno de
los precipicios e intentó aguantar las ganas de vomitar de nuevo.
— Cobarde.
— ¿Qué? ¿Quién anda ahí? —La voz de Actheon tembló. La cabeza le daba vueltas sin
fin. Miró en todas direcciones, sin encontrar a nadie. Lo único que vio fue una
gacela bebiendo agua en un islote y observando atentamente al druida.
— Creíste que podías huir de Mordremoth,
pero ahora otro dragón reclamará tu alma. El siervo de un dragón muerto es el
siervo de otro vivo.
Su
mente se vio inundaba de recuerdos y memorias que no eran suyas. Imágenes de su
gente siendo devorada por los dragones ancianos, transformadas en criaturas
deformes y vacías mientras sus almas luchaban desesperadamente en el interior
de una jaula que se encogía cada segundo.
— Te van a traicionar, Actheon. Tu única
salida es huir y abandonar a aquellos que has considerado tus amigos. De no hacerlo,
te arrojarán a los corruptos y te convertirás en aquello de más temes.
¿La
comida que tomó estaba envenenada? ¿Había alucinógenos en su interior? Actheon
no lograba entender de dónde procedían las voces. Elevó sus manos y éstas se
iluminaron con una luz celestial. Las colocó en su rostro, cerrando los ojos y
se purificó a sí mismo con la esperanza de erradicar cualquier intoxicación que
sufriese.
Cuando
los abrió, se encontró así mismo sentado en la orilla mientras la mantarraya de
Harib acercaba su morro a su cara y le palpaba para comprobar su estado.
Permaneció en esa posición, reflexionando y dando vueltas a lo que acababa de
pasar. Estaba claro que todo se trataba de una alucinación, pero el dolor y la
angustia fueron tan reales que dudó de su propia cordura por unos instantes.
Respiró
hondo, volvió a ponerse el yelmo y se subió en la mantarraya.
— Vamos a buscar a ese Amed. —le dijo a la mantarraya. La criatura ronroneó y se
propulsó con entusiasmo.
El
día pasó volando sin que se diera cuenta y el sol empezó a bajar por el
horizonte. El ambiente se oscurecía cada vez que la mantarraya cruzaba un
acantilado y su visión se veía afectada por la creciente oscuridad de las
sombras.
Finalmente,
dejó atrás la orilla de Elon y se adentró en un huerto inundado y repleto de
plantas.
Repartidos
por todo el campo, había granjeros cultivando la cosecha con azadas y horcas de
madera. Actheon ordenó a la mantarraya aminorar la marcha. Quizás uno de ellos
habría visto al hijo de Harib y decidió preguntárselo a uno.
Uno
de los granjeros se encontraba a sus espaldas, Actheon frenó a la mantarraya y
se giró en su dirección.
— ¡Disculpe! —El granjero levantó la cabeza pero siguió trabajando, golpeando su
azada contra la tierra-. ¿Ha visto a… —a Actheon se le pasó por la cabeza que
era muy probable que no supiera quién era Amed. De hecho, no le podía dar
ninguna descripción al no haberle visto nunca—¿… un chico joven montado en
mantarraya? Tengo la certeza que habría pasado por aquí hace unas horas.
El
granjero le miró de cabeza a los pies. Era obvio que desconfiaba de él, pero
aparte del yelmo, no parecía presentar ninguna amenaza ni tenía la apariencia
de un guerrero. Ni siquiera portaba un arma visible.
— Sí. —Respondió el granjero tras permanecer en silencio analizándole con los
ojos-. Pasó un chaval en mantarraya esta mañana. El bastardo parecía tener
mucha prisa, porque se llevó por delante algunos de los cultivos de este mes.
¿Quién pagará ahora por ellos? —se quejó indignado.
— ¿Hacia qué dirección se fue?
— Por ahí —el granjero señaló a un cúmulo de grutas—, se fue hacia las
susurrantes.
— Gracias, buen hombre.
— ¡Eh, quien va a pagar por mis plantas!
Actheon
hizo ver que no lo escuchó y su mantarraya aceleró, dejando atrás al granjero
mientras éste protestaba por sus vegetales estropeados.
La
abundante agua de la ribera quedó atrás y el desierto volvió a estar presente
en todas partes. Se acercó a las grutas susurrantes. Pequeños montes y
acantilados se piedra se elevaban bajo la infinita arena desértica. Se fijó en
una inusual cantidad de aletas hundidas que se movían de un lado para otro
alrededor de uno de los montes. La mantarraya aceleró y se propulsó hacia
arriba, elevándose en el aire y alcanzando la cima con facilidad. Actheon se
agarró fuerte a las riendas, no quería volver a caer, pues ésta vez el agua no
amortiguaría su caía.
Cuando
llegó hasta lo más alto, un chico que se encontraba ahí dio un salto y se echó
hacia atrás para evitar que la montura le atropellase. Ésta derrapó en el aire
y rodeó los bordes del monte con suma precisión mientras Actheon compensó la maniobra
inclinándose en sentido contrario.
— ¿Quién eres tú? —el joven sujetaba en la mano un cuchillo de cocina que no dudó
en apuntar hacia el druida, pero cuando observó a la mantarraya la bajó
instantáneamente—. ¿Estas montando a Betsy?
— Tú debes de ser Amed.
Actheon
bajó de la montura y se llevó el báculo a la espalda. Detrás del chico se
encontraba el cuerpo inerte de una mantarraya a la que identificó como su
montura. Sus aletas estaban mordisqueadas y su piel estaba enrojecida e
hinchada.
— No eres humano. —El chico apuntó a sus brazos descubiertos—. ¿Eres uno de esos
silvanis que vienen del norte?
— Se dice sylvari. Y sí, soy uno de ellos. Tu padre me envía para evitar que te
metas en líos.
— Es un poco tarde para eso. Intenté colarme en la morgue, pero me pillaron y
tuve que huir. Talka fue atacada por tiburones de arena mientras huíamos.
— ¿Talka?
— Mi mantarraya —Amed señaló a su montura muerta—. Me subió aquí arriba y
sucumbió a sus heridas. Llevo atrapado aquí por horas rodeado de tiburones.
— Vamos, está anocheciendo y quiero volver al rancho lo antes posible.
— ¡No, los despertados me están buscando! —Amed miró al horizonte, ignorando la
presencia de Actheon. No le volvió a mirar y habló como si estuviese solo. El
sylvari se quedó desconcertado y quiso saber qué era tan interesante como para
ignorarle—. Hablando del rey de Vabbi, ahí están. ¡Betsy, abajo!
Amed
agarró a Actheon por el hombro y le presionó hacia el suelo. El joven no era
muy fuerte, intentó empujarle para abajo pero apenas pudo bajarlo unos
centímetros, pero Actheon le siguió la corriente y se tumbó en el suelo junto a
él. Betsy, la mantarraya, obedeció sus órdenes y se deslizó hacia el suelo,
reposando su barriga en la suave arena.
Los
dos asomaron sus cabezas por el borde y vieron a una decena de personas armadas
con espadas, arcos y antorchas. La noche ya había caído sobre ellos y
permanecieron invisibles a los ojos de sus enemigos.
Se
trataban de Despertados. Gente no-muerta que fue reanimada con magia oscura
procedente de Palawa Joko, el tirano que asolaba toda Elona allá donde alcanzaban
sus dominios. Sus cuerpos estaban secos y en lugar de sangre brotaba alquitrán
de sus orificios. Su carne era negra y la mayoría estaban momificados. Si la
región estaba sumida en el caos y la opresión, era por ellos.
— Maldición, ahora no podremos salir de aquí —Amed estaba claramente nervioso.
Los despertados podían ser extremadamente crueles con la gente que apresaban.
Achteon se preguntó en qué estaba pensando el chico cuando decidió colarse en
una de sus instalaciones armado con un cuchillo de cocina. ¿Qué hubiera hecho
con eso, cortarles el pan?
De
pronto se le ocurrió otra idea.
— Antes has dicho que estabas rodeado de tiburones de arena, ¿verdad?
— Sí, ¿por qué?
Achteon
sacó de su cintura un saco de cuero cerrado por una cuerda gruesa. Era el cebo
para tiburones que le habían obsequiado los ogros del corral Lommund. Cuando la
abrió, un olor agrio y avinagrado les penetró a las fosas nasales. Amed soltó
un improperio y se echó para atrás.
— ¿Qué narices es eso?
— Cebo para tiburones —Actheon agarró una de las cabezas de gacela por los
cuernos y la sacó de la bolsa.
— ¡Ni se te ocurra guardar el resto, tira la bolsa entera!
Como
si sus deseos fueran órdenes, Actheon arrojó la bolsa por el monte y cayó sobre
la arena. Las cabezas de su interior salieron volando y se esparcieron por todo
el lugar. Uno de los despertados escuchó el ruido y se dio la vuelta.
— ¿Pero q…?
De
golpe, una criatura gigantesca emergió de la arena y se zampó al despertado de
un solo bocado. Su cuerpo triangular y amarillo aterrizó en el suelo mientras
masticaba a su presa. El resto del grupo se sorprendió y más criaturas
emergieron debajo de sus pies. En menos de un minuto, los despertados se vieron
rodeados por una multitud de tiburones de arena que se abalanzaron sobre ellos
sin piedad. Las espadas aceradas chocaron contra los dientes de los
depredadores. Los despertados lucharon desesperadamente mientras iban cayendo
de uno en uno.
Después
de un angustioso combate, los despertados fueron forzados a huir bajo gritos de
retirada. Actheon y Amed observaron el combate desde lo alto del monte, celebrando
la victoria de las bestias. Pero sus vítores se apagaron cuando escucharon un temblor
procedente del otro lado. Las piedras del suelo tiritaron y la arena traqueteó.
— ¿Refuerzos?
— Parece un ejército entero.
Sin
levantarse del suelo, los dos se arrastraron hasta el otro lado y se asomaron
por el borde. Cientos de jinetes humanos salieron en tropel de una de las
grutas, montados en raptores y llevando armas al aire y antorchas para iluminar
el camino. Tal como dijo Amed, parecía un ejército que se disponía a invadir
una ciudad. ¿A dónde se dirigían? Actheon se lo preguntaba una y otra vez.
Cuando
el último jinete se perdió en la infinidad del oscuro desierto, los dos se
levantaron del suelo y se sacudieron la ropa para quitarse el polvo. La
mantarraya Betsy los miró e hizo lo mismo con su propio cuerpo.
— Se dirigen al campamento de los seguidores de la ascensión. ¡Hay que ayudarles!
— ¿Estás loco? Son cientos, nosotros sólo somos dos.
— ¡No importa, siempre son mejor dos que ninguno!
Actheon
fijó sus ojos en los del chico. No sabía quién se encontraba en ese campamento,
pero si un ejército de ese tamaño se dirigía hacia allí, estaba seguro que resultaría en una masacre. Por mucho que quisiese hacer algo al respecto, seguirles sería un
suicidio. Por primera vez se sintió impotente, sabiendo que no podía hacer nada
al respecto.
Bajó
su yelmo para ocultar su rostro ante Amed. El joven le miró como si esperase a
que las palabras de: “Vamos a ayudar al campamento” saliesen de la boca del
druida.
— Llévate la mantarraya y vuelve con tu familia. —concluyó Actheon. El chico se
le quedó mirando con tono serio, pero luego fue bajando la mirada hacia el
suelo—. Pero déjame a mitad del camino, iré a investigar.




Esperando a más historias, a ver si también conseguís ponerlo en un formato pdf para bajarlo y ponerlo en el libro electrónico xDDD
ResponderEliminarSiempre puefes hacer con copia y pega.
ResponderEliminar